miércoles, 4 de mayo de 2011

Entre el duende rojo y el dragón viscoso.

              En un reino muy, muy lejano, bañado por el mar y salpicado de montañas, vivía una joven princesita cuyo nombre era María. La princesa María creció rodeada de los mejores maestros. Hombres eruditos y doctos, que ponían al alcance de la niña los temas más dispares. Pero la pequeña no quería aprender. Se dedicaba a descargarse aplicaciones para el Iphone y cuando su padre, el rey, le preguntaba qué había aprendido esa tarde, ella contestaba:
-          No he aprendido nada. No me interesa aprender lenguas extrañas. Me da igual a que velocidad cae una manzana y mucho menos qué valencia tiene el litio.
El rey, desesperado por lo zopenca que era su hija, decidió hablar con su buen amigo Arnoldo, trabajador de mantenimiento de palacio y mago en sus ratos libres.
-          Mi Señor –contesto Arnoldo, después de escuchar el problema que le planteaba el rey. – bien sabe usted, que yo no he tenido más maestros que los libros y que lo que se, lo he tenido que aprender por mí mismo. ¿No necesitaría aprender la princesa que necesita aprender?
         El rey dudo un momento y pidió a Arnoldo que desarrollase esa idea que tenía en mente.
-          Bien Señor, tal vez la joven María debería salir del reino para ver por si misma lo importantes que son las cosas que sus maestros le intentan enseñar.
         Al rey le pareció una idea magnífica, y entre los dos maquinaron una lección que la princesita no olvidaría con facilidad.
         Aquella misma noche, Arnoldo y el rey entraron en los aposentos de la princesa. La envolvieron en una manta y la llevaron a los confines del reino, donde los hielos son eternos y los vientos traen mensajes del norte.  Con las primeras luces del alba, la muchacha se despertó y al desperezarse, notó el frío tacto de la nieve. Confundida se puso de pie y se echó la manta sobre los hombros, como hacían los hombres de la villa. Comenzó a andar sintiendo cada vez más frío en los pies. Caminaba embozada en aquella improvisada capa cuando un gruñido le hizo parar. Miró en todas direcciones, pero no vio nada. Se quedó quieta, escuchando, y cuando empezaba a dudar de lo que había oído, el gruñido sonó más fuerte que antes. Muy despacio, subió a lo alto de los pedruscos y no pudo contener la risa al ver aquella calamitosa escena. Un duende saltaba sobre un dragón dormido panza arriba que, como una gaita, se hinchaba y deshinchaba al compás de los pisotones.
-          ¡Despierta condenado! ¡Tenemos que emprender el viaje! – gritaba colérico el trasgo.
-          ¡Grruuñññ! Déjame dormir un poco más…
-          ¿¡Y tú!? ¿Qué haces ahí pasmada? Ayúdame a despertar al dragón - ordenó el duende sin dejar de saltar.
-          ¿Yo? – dijo María señalándose a sí misma.
        Miro al duende, que la observaba con cara de incredulidad. Allí subido, con los brazos en jarras y sobre la panza del dragón, parecía muy pequeño. Su cara era plateada y mechones rojos despuntaban de su cabeza, como llamaradas.
-          ¡Vamos! ¿No pretenderás que lo mueva yo sólo? – apremió.
                La princesa saltó al suelo y tocó al dragón. Era verde oscuro y sus patas viscosas.
-          ¡Ay! - exclamó apartando la mano de puro asco.
-          ¿Qué ocurre niña? ¿Nunca habías tocado a un dragón? – dijo divertido el duendecillo. – Están hechos de conocimientos. ¿No lo sabías?
María negó con la cabeza y escuchó con atención.
-          Sí… Rodolfo, que es este perezoso dragón, se forma con ellos. Cuanto más endebles son los conocimientos del reino, más blando y perezoso se vuelve. Y ya ves, a este paso, será imposible que se levante. Antes podíamos volar hacia cualquier otro reino y teníamos conversaciones interesantísimas con amigos que hablan otras lenguas, porque hay tantos reinos, que necesitarías toda tu vida humana para conocerlos. Y ahora… - dijo mirando con tristeza a Rodolfo- no quiere volar, su conversación es monótona y bueno… da pena oírle hablar su propia lengua. ¡Pero no importa!- dijo reponiéndose. ¿Qué te gusta? Seguro que podemos parlamentar de un interés común, y enriquecernos mutuamente con nuestros distintos puntos de vista.
La princesa, aturullada por aquel monólogo no se atrevió a abrir la  boca y se encogió de hombros.
-          ¡Oh! Disculpa, no me he presentado. Me llamo Irleno. ¿Y tu     nombre es…?
-          María –contestó la niña con un hilo de voz.
-          Bien María. ¿Sabes hablar latín? Me apasiona hablar en latín, pero hace tanto que  nadie lo usa.
         María negó con la cabeza.
-          Claro... ¡qué tontería! ¿Quién quiere hablar una lengua muerta? –sonrió Irleno- ¿Tal vez podríamos hablar en inglés o francés? Sí, en francés, tan suave y melodioso. Y qué tal si hablamos de historia, de grandes reyes y encarnizadas batallas. No, no… ¡mejor!, podemos hablar de los grandes poetas.
-          ¡Vale! –dijo animosa María- A mí me mola El Porta.
-          ¿El Porta? – dudo Irleno – Desconozco su poesía. Esperaba que nombraras a Bécquer, John Keats…
-          Oh, que si "deja que me embriague con el vino que sale de la tierra profunda...", que si "poesía eres tú...". Ni idea de jugar al futbolín.
-          ¿Y los filósofos?, grandes pensadores de su tiempo, ¿qué me dices de Kant?
-          ¿Kant? Un iluso. Otro que no tenía ni idea de jugar al futbolín.
-          ¿Y qué me dices...?
-          Oye, tengo un poco de prisa por llegar a casa. - acortó la princesita, sin dejar que el duende terminase la pregunta. -Siento mucho lo de tu amigo el dragón.
-          ¿Pero a dónde vas niña? – dijo nervioso – nosotros de acompañaremos a casa. ¡Te vas a perder!
-          Tranquilo, sólo un ignorante no se sabe dónde está su casa cuando ya ha salido el sol. – Y desapareció de su vista.

    El duende se quedó de pie, pensando en lo que acaba de decir laniña. Se miró las manos y, volviéndose hacia el dragón, gritó con todas sus fuerzas.
-          ¡Despierta Arnoldo, despierta! Tenemos que volver a palacio.

El dragón se irguió bostezando.
-          Oh, mi señor. Disculpeme por haberme quedado dormido, pero todavía no controlo la magia todo lo bien que desearía – dijo Arnoldo mientras devolvía al rey su forma humana.
-          No importa. Volvamos a palacio antes de que María llegue - y enfiló las huellas que había dejado marcadas en la nieve la princesa.
-         Disculpe de nuevo alteza, pero el camino para volver a palacio no es ese.
-         Arnoldo, - dijo el rey dándose la vuelta - ¿tú sabes jugar al futbolín?


© Natalia Villar, 2011

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