jueves, 24 de noviembre de 2011

TÓMELE LA TEMPERATURA. II

Caí al vacío unos segundos, hasta que las alas de Mercurio se batieron con suficiente fuerza como para impulsarme hacia arriba. No me atrevía a abrir los ojos y pensé en volar hacia una isla con palmeras, sol y montañas. En ese mismo instante comencé a girar tan rápidamente como una veleta en medio de una tormenta. Giraba y giraba con tanta virulencia que no pude evitar gritar. Seguramente había muchas islas con palmeras, sol y montañas, aunque yo sólo hubiese visto los dibujos de la isla donde vivía Robinson Crusoe. Pensé en Mercurio y en que tal vez echase de menos sus mágicos chapines, los mismos que empezaban a marearme. Frené bruscamente, quedándome suspendida en el aire como un cernícalo. Se tensaron todos los músculos de mi cuerpo, seguía sin atreverme a abrir los ojos y entonces sentí que me ponía en movimiento con el viento en contra. Debí quedarme dormida, porque no recuerdo ninguna incidencia durante el vuelo, hasta que la lluvia me empapó la cara y abrí los ojos. Vi a la luna llena jugando al escondite entre las nubes y por un momento me dio envidia, tan redonda y bien acompañada allí en lo alto. Sentí frío y eché de menos el calor de la chimenea del salón grande, donde madre me contaba cuentos. Mis anhelos se vieron interrumpidos al contemplar el inmenso mar que sobrevolaba. Era mucho más grande de lo que jamás hubise imaginado, y me pregunté cuál sería su nombre. Debía ser muy tarde, porque todavía era de noche o yo volaba hacia el oeste. Pasaron horas hasta que oteé tierra firme y me sentí tan jubilosa como se debió sentir Cristóbal Colón cuando su vigía por fin vio la costa de San Salvador.
 Lo que yo veía era una gran isla sin palmeras ni montañas y tenía tanta luz, que  parecía que las estrellas se habían desplomado sobre ella. Tuve curiosidad por ver qué tipo de isla era aquella y quise descender.
Me posé suavemente en el suelo, y me aturdieron los carteles luminosos que lo inundaban todo. Me empujaron algunos de los muchos viandantes que plagaban las aceras de aquello que parecía ser una plaza y fui incapaz de despegar los ojos de un anuncio que se movía. Era una botella que volcaba su líquido marrón en un vaso con hielo. Casi puede tocar las burbujas y sentir en la nariz el gas que desprendía. En otro cartel se alternaban incomprensibles números rojos, verdes, letras y una línea que me recordó el filo de una sierra. Intenté llegar al centro de la plaza, pero una procesión de coches amarillos se había puesto en movimiento y tuve que esperar, rodeada de personas que no se tocaban, a que apagase una mano roja y se encendiese un hombrecito verde. Crucé empujada por la marea de gente y pisé las olas azules pintadas en el suelo. Tal vez las habían pintado allí para recordar que eso fue mar y que tarde o temprano los dueños legítimos reclaman lo que es suyo. No me había fijado antes, pero tras los carteles había edificios colosales. Enormes construcciones con forma de prisma y grandes ventanales de cristal. Sonreí porque si viviese aquí no habría tenido problemas para salir por la ventana de mi habitación. Caminé dejando atrás aquella plaza en la que el tiempo parecía estructurado a golpes de publicidad y entregándome a los aromas que desprendían los carros de comida que salpicaban en las aceras. 
Sin saber cómo, llegué hasta un edificio que se elevaba majestuoso al final de una calle. Creí reconocerlo. Puede ser que lo hubiese visto en algún libro de historia, de esos que hablan de imperios, pero desde luego, no lo había visto tan espectacular como ahora: coronado con luces azules, rojas y blancas. De un salto subí hasta su cima, sin que ningún techo pusiera coto a mi ascenso, hasta el piso 102. Lo que desde allí contemplé fue una retícula de calles que se cruzaban ordenadas, casi, casi como en un tablero de ajedrez. Pensé en lo desgraciada que sería la vida de un peón en ese tablero y lo magnífico que sería pronunciar “jaque mate”. 
Las ráfagas de viento revolvían mi pelo y azotaban mi camisón convirtiéndolo en una bandera blanca que pedía clemencia. Caminé por la cornisa del colosal edificio, mirando todo lo que se desplegaba ante mí. Me llamaron la atención dos puentes que aferraban la isla a tierra firme, y las luces que, cada vez más tenues, alcanzaban el horizonte. Elevé las manos sobre mi cabeza y me puse de puntillas, esperando que las alas iniciasen el movimiento, pero no ocurrió nada. Miré atónita mis talones y pataleé sin obtener ningún resultado. De repente me sentí agotada. Deseé sentir el calor de la lumbre y despegué, sin saber muy bien porqué, en la dirección que marcaba uno de los puentes. Sobrevolé una zona de casas de ladrillo marrón y anchas calles. Las ventanas de los edificios rebosaban luz y vida en su interior. Aminoré la marcha y descendí en altura, escudriñando a izquierda y derecha, buscando un hueco para colarme en una de esas casas y poder descansar un momento. En una de las ventanas, dos niñas que me saludaban con la mano. Les devolví el saludo. La más pequeña de las dos, tenía la cara redonda y sonrosada como una manzana de caramelo. Sus rizos oscuros se alborotaban por debajo de sus hombros y parecía tan simpática y risueña, me detuve frente a la ventana para contemplarla con más detenimiento. Tenía los ojos oscuros y le faltaban dos dientes. La otra niña, parecía tener mi edad. Sus facciones eran más alargadas y suaves, y descubrí unos enormes ojos marrones de expresión inteligente. Me coloqué en la escalera que zigzagueaba en la fachada de la casa, y sonreí a las dos desconocidas. Abrieron la ventana y me cogieron de las manos para que entrase en la habitación. El calor me arropó con dulzura y el aroma a pastel me hizo salivar. Las dos niñas comenzaron a pronunciar extrañas palabras que jamás había escuchado. Sentí que me desvanecía. Me señalaban con el dedo, se señalaban, y una y otra vez repetían frases que no tenían ningún sentido para mí. Me senté en una silla pintada de colores y me tapé la cara con las manos angustiada por ser incapaz de entenderlas.
-          Me llamo Catalina. – Dije al cabo de un momento. -¿Conocéis a Mercurio? – Me miraron con sorpresa. Ellas tampoco entendían lo que decía yo.
Hablaron entre ellas. Palabras extrañísimas brotaban de sus gargantas y yo seguía sin comprender nada de lo que decían. La mayor de las niñas se acercó al escritorio que había al otro lado de la habitación y escribió algo en un papel. Lo dobló con sumo cuidado y se acercó hasta mi, mirando de reojo a la otra niña. Colocó el papel sobre mi garganta y lo sostuvo allí, presionando con los dedos.
-          Me llamo Erika. Mi hermana se llama Mary. ¿Cuál es tu nombre?- dije en su extraña lengua.
Las tres reímos aliviadas. Mary pareció enloquecer: reía a carcajadas  aplaudiendo arrítmicamente, y sus rizos se movían como muelles a punto de salir disparados. Erika me tendió papel y lápiz, y escribí. Doble el papel y lo coloqué en su garganta.
-          Me llamo Catalina. ¿Conocéis a Mercurio? – dijo a la perfección.
Mary miró a su hermana con los ojos desorbitados, ¡qué divertida era esa niña! Puse el papel en su garganta y las palabras saltaron de su desdentada boca. Volvió a reír descontrolada, dijo algo a su hermana y salió de la habitación. Erika sí creía conocer a Mercurio. Me contó que vivía en el monte  poblado de árboles que se llamaba Olímpico y creía que no estaba muy lejos. Yo escribí para ella cómo descubrí los zapatos de Mercurio bajo mi cama y cómo había llegado hasta allí.
                Mary volvió a la habitación con un plato lleno de trozos de pastel. Eran bizcochos de cacao con pedacitos de almendra, pero no eran como los que hacía madre, eran… distintos. Comí aquellos deliciosos dulces que mis nuevas amigas llamaban "brownie", mientras ellas colocaban palabras en mi garganta. Me habría encantado quedarme con ellas, escribiendo y hablando durante horas, pero hacía rato que estaba nerviosa pensando en Olímpico. Antes de marcharme, Erika y Mary insistieron en que me llevase un abrigo y una bufanda para el viaje y en un lazo ataron todas las palabras que me habían enseñado y lo anudaron a mi cuello. Abrí la ventana y salí al rellano de la escalera de metal. Hacía mucho frío y me escondí todo lo que pude dentro de la bufanda. Me giré hacia ellas, agité la mano y pensé en Olímpico.


© Natalia Villar, 2011

martes, 22 de noviembre de 2011

TÓMELE LA TEMPERATURA.

-          Tómele la temperatura regularmente con el mercurio. Si la fiebre no remite para mañana, avíseme.
Entre oleadas de calor y tiritonas, sentí que la tibia mano de madre me colocaba en la axila un frío artilugio. El aparatejo en cuestión no era mucho más grande que los palos que utilizamos para marcar la rayuela en el camino de casa al colegio.  Con torpeza abrí los ojos. Madre y el doctor hablaban en la puerta de mi habitación y arropado por las sombras, sentado en una esquina de mi cama, vi a un chico no mucho mayor que yo. Me miró. Nunca antes le había visto, me acordaría de él, porque: qué perfecta era su cara… un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Parecía divertirle en sobremanera mi estado febril porque sonrió, con esas sonrisas que embellecen, más si cabe, los rostros bellos y hacen que el que mira se sienta estúpido por no poder dejar de mirar. Colocó los pies sobre mi colcha, - quítate los zapatos- balbuceé. Soltó una carcajada, y asintiendo desenlazó los cordones que rodeaban sus tobillos. Entonces me di cuenta de lo extraño de su atuendo: sus zapatos tenían alas, y llevaba un vestido de hilo blanco y tirantes, que habría parecido de lo más indecoroso al Padre Don Martín. Su piel era blanca, casi marmórea, y sus fibrosas y alargadas extremidades hablaban de alguien nervioso y ágil.
-          No estoy en condiciones de recibir visitas. Creo que tengo fiebre. Madre dice que eso es que voy a crecer- solté al desconocido, preguntándome qué le importaría a él lo que dijese mi madre.
-          Si… - contestó sin mirarme mientras jugueteaba con sus  rizos.
-          ¿Cómo te llamas?
-          Mercurio. –dijo mirándome mientras volvía a sonreír.
Y volví a sentir la mano de madre quitándome el termómetro.

La fiebre había remitido completamente a los dos días. Me dolía todo el cuerpo y a la más mínima oportunidad insistía en levantarme de la cama, recibiendo el mismo número de insistentes negativas. Estaba aburrida de tomar caldos de ajo y sopas de leche con almendra, suspirando por un trozo de pan con arrope.
Cuando la casa dormía, yo me desvelaba y jugaba con mis muñecas de cartón, haciéndolas saltar al mar que se extendía más allá de los límites de mi cama. Por más que intentaba enseñarles a nadar, las muñecas siempre se hundían y tenía que zambullirme tras ellas para rescatarlas de las profundidades, que como todo el mundo sabe están pobladas de animales gigantescos y galeones españoles repletos de doblones de oro. En una de mis inmersiones, descubrí bajo mi cama unos zapatos que no eran míos. Conteniendo la respiración subí a la superficie y los llevé a tierra firme, donde a la luz de la lámpara pude contemplarlos en todo su esplendor. Eran de cuero negro, tan magníficamente curtido que parecía seda. De sus contrafuertes nacían alas blancas que no pude evitar acariciar. Las alas se sacudieron suavemente, como si estuviesen dormidas y no quisieran que las despertase. Dentro de los chapines se arremolinaban los cordones que unos días antes había visto desatar. Eran de Mercurio. Sin dudarlo me calcé con ellos y comencé a andar de puntillas, imitando a las chicas mayores que llevan tacones, y antes de darme cuenta me había separado unos centímetros del suelo, pero me asusté tanto que me di de bruces contra un baúl que había debajo la ventana. Me incorporé y repetí la operación. Esta vez no tuve miedo y no di una, ni dos, sino tres vueltas a la habitación, cada vez más alto, hasta que acabé sentada sobre el armario. Reí con la risa floja del inconsciente que no tiene en cuenta las consecuencias. Desde allí arriba todo se veía más pequeño: mis muñecas tiradas en el suelo, mi cama revuelta, el baúl… Bajé del armario. Pensé en trotar por la habitación, pero recordé el golpe contra el baúl, así que tomé impulso y di un salto. Subí tan rápido y  tan alto que mi coronilla chocó con el techo, y caí estrepitosamente contra el suelo. Me quedé echada y miré a mí alrededor. Hasta ahora mi habitación me había parecido grande pero, hasta ahora, nunca había tenido esos zapatos. Me incorporé, todavía estaba aturdida por el golpe y me dolía la cabeza, pero con alas en los pies, no hay tiempo para dolores de cabeza. Despacio subí al baúl y abrí la ventana. La fría noche me dio la bienvenida, recordándome que era invierno. Intenté encaramarme a la ventana, pero sólo conseguí asomar medio cuerpo, el hueco era demasiado pequeño, o yo demasiado grande. Lo volví a intentar sacando primero la pierna derecha, después el tronco y por último la pierna izquierda, para quedarme sentada en el alfeizar. Allí estuve unos minutos, pensando a dónde ir. Recordé los mapas en blanco que una y otra vez la maestra nos hacía rellenar con nombres de montañas, ríos, mares… Apalaches, Eúfrates, Labrador… Cerré los ojos, respiré profundamente y salté.
Continuará...

© Natalia Villar, 2011

miércoles, 4 de mayo de 2011

Entre el duende rojo y el dragón viscoso.

              En un reino muy, muy lejano, bañado por el mar y salpicado de montañas, vivía una joven princesita cuyo nombre era María. La princesa María creció rodeada de los mejores maestros. Hombres eruditos y doctos, que ponían al alcance de la niña los temas más dispares. Pero la pequeña no quería aprender. Se dedicaba a descargarse aplicaciones para el Iphone y cuando su padre, el rey, le preguntaba qué había aprendido esa tarde, ella contestaba:
-          No he aprendido nada. No me interesa aprender lenguas extrañas. Me da igual a que velocidad cae una manzana y mucho menos qué valencia tiene el litio.
El rey, desesperado por lo zopenca que era su hija, decidió hablar con su buen amigo Arnoldo, trabajador de mantenimiento de palacio y mago en sus ratos libres.
-          Mi Señor –contesto Arnoldo, después de escuchar el problema que le planteaba el rey. – bien sabe usted, que yo no he tenido más maestros que los libros y que lo que se, lo he tenido que aprender por mí mismo. ¿No necesitaría aprender la princesa que necesita aprender?
         El rey dudo un momento y pidió a Arnoldo que desarrollase esa idea que tenía en mente.
-          Bien Señor, tal vez la joven María debería salir del reino para ver por si misma lo importantes que son las cosas que sus maestros le intentan enseñar.
         Al rey le pareció una idea magnífica, y entre los dos maquinaron una lección que la princesita no olvidaría con facilidad.
         Aquella misma noche, Arnoldo y el rey entraron en los aposentos de la princesa. La envolvieron en una manta y la llevaron a los confines del reino, donde los hielos son eternos y los vientos traen mensajes del norte.  Con las primeras luces del alba, la muchacha se despertó y al desperezarse, notó el frío tacto de la nieve. Confundida se puso de pie y se echó la manta sobre los hombros, como hacían los hombres de la villa. Comenzó a andar sintiendo cada vez más frío en los pies. Caminaba embozada en aquella improvisada capa cuando un gruñido le hizo parar. Miró en todas direcciones, pero no vio nada. Se quedó quieta, escuchando, y cuando empezaba a dudar de lo que había oído, el gruñido sonó más fuerte que antes. Muy despacio, subió a lo alto de los pedruscos y no pudo contener la risa al ver aquella calamitosa escena. Un duende saltaba sobre un dragón dormido panza arriba que, como una gaita, se hinchaba y deshinchaba al compás de los pisotones.
-          ¡Despierta condenado! ¡Tenemos que emprender el viaje! – gritaba colérico el trasgo.
-          ¡Grruuñññ! Déjame dormir un poco más…
-          ¿¡Y tú!? ¿Qué haces ahí pasmada? Ayúdame a despertar al dragón - ordenó el duende sin dejar de saltar.
-          ¿Yo? – dijo María señalándose a sí misma.
        Miro al duende, que la observaba con cara de incredulidad. Allí subido, con los brazos en jarras y sobre la panza del dragón, parecía muy pequeño. Su cara era plateada y mechones rojos despuntaban de su cabeza, como llamaradas.
-          ¡Vamos! ¿No pretenderás que lo mueva yo sólo? – apremió.
                La princesa saltó al suelo y tocó al dragón. Era verde oscuro y sus patas viscosas.
-          ¡Ay! - exclamó apartando la mano de puro asco.
-          ¿Qué ocurre niña? ¿Nunca habías tocado a un dragón? – dijo divertido el duendecillo. – Están hechos de conocimientos. ¿No lo sabías?
María negó con la cabeza y escuchó con atención.
-          Sí… Rodolfo, que es este perezoso dragón, se forma con ellos. Cuanto más endebles son los conocimientos del reino, más blando y perezoso se vuelve. Y ya ves, a este paso, será imposible que se levante. Antes podíamos volar hacia cualquier otro reino y teníamos conversaciones interesantísimas con amigos que hablan otras lenguas, porque hay tantos reinos, que necesitarías toda tu vida humana para conocerlos. Y ahora… - dijo mirando con tristeza a Rodolfo- no quiere volar, su conversación es monótona y bueno… da pena oírle hablar su propia lengua. ¡Pero no importa!- dijo reponiéndose. ¿Qué te gusta? Seguro que podemos parlamentar de un interés común, y enriquecernos mutuamente con nuestros distintos puntos de vista.
La princesa, aturullada por aquel monólogo no se atrevió a abrir la  boca y se encogió de hombros.
-          ¡Oh! Disculpa, no me he presentado. Me llamo Irleno. ¿Y tu     nombre es…?
-          María –contestó la niña con un hilo de voz.
-          Bien María. ¿Sabes hablar latín? Me apasiona hablar en latín, pero hace tanto que  nadie lo usa.
         María negó con la cabeza.
-          Claro... ¡qué tontería! ¿Quién quiere hablar una lengua muerta? –sonrió Irleno- ¿Tal vez podríamos hablar en inglés o francés? Sí, en francés, tan suave y melodioso. Y qué tal si hablamos de historia, de grandes reyes y encarnizadas batallas. No, no… ¡mejor!, podemos hablar de los grandes poetas.
-          ¡Vale! –dijo animosa María- A mí me mola El Porta.
-          ¿El Porta? – dudo Irleno – Desconozco su poesía. Esperaba que nombraras a Bécquer, John Keats…
-          Oh, que si "deja que me embriague con el vino que sale de la tierra profunda...", que si "poesía eres tú...". Ni idea de jugar al futbolín.
-          ¿Y los filósofos?, grandes pensadores de su tiempo, ¿qué me dices de Kant?
-          ¿Kant? Un iluso. Otro que no tenía ni idea de jugar al futbolín.
-          ¿Y qué me dices...?
-          Oye, tengo un poco de prisa por llegar a casa. - acortó la princesita, sin dejar que el duende terminase la pregunta. -Siento mucho lo de tu amigo el dragón.
-          ¿Pero a dónde vas niña? – dijo nervioso – nosotros de acompañaremos a casa. ¡Te vas a perder!
-          Tranquilo, sólo un ignorante no se sabe dónde está su casa cuando ya ha salido el sol. – Y desapareció de su vista.

    El duende se quedó de pie, pensando en lo que acaba de decir laniña. Se miró las manos y, volviéndose hacia el dragón, gritó con todas sus fuerzas.
-          ¡Despierta Arnoldo, despierta! Tenemos que volver a palacio.

El dragón se irguió bostezando.
-          Oh, mi señor. Disculpeme por haberme quedado dormido, pero todavía no controlo la magia todo lo bien que desearía – dijo Arnoldo mientras devolvía al rey su forma humana.
-          No importa. Volvamos a palacio antes de que María llegue - y enfiló las huellas que había dejado marcadas en la nieve la princesa.
-         Disculpe de nuevo alteza, pero el camino para volver a palacio no es ese.
-         Arnoldo, - dijo el rey dándose la vuelta - ¿tú sabes jugar al futbolín?


© Natalia Villar, 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

SIGUIENDO LOS PASOS DEL ÁNGEL CAIDO.

            No llevaba mucho tiempo trabajando como inspector. Aquel ascenso le había llegado como caído del cielo y desde luego, nunca se había tenido que enfrentar a algo como lo que se desplegaba desde hacía dos días sobre su mesa. En principio era un suicidio como otro cualquiera: varón blanco, de entre 20- 30 años, sin tatuajes, ni marcas, y como objetos personales un paquete de tabaco y un mechero del bar Melos. Un ahogado más en el estanque.  La autopsia, databa la muerte del sujeto cinco días atrás y revelaba varios golpes en el tronco y una costilla fracturada que había dañado irreversiblemente el corazón. No había restos de ADN ajenos al individuo. El cadáver lo había encontrado, aprisionado entre las barcas, un trabajador del parque. El primer paso fue contrastar las huellas dactilares y una vez identificado, interrogar a familiares y amigos. Ricardo Rodríguez, llevaba un mes viviendo en un piso alquilado en  Tirso de Molina, no tenía familiares en la ciudad, ni trabajo reconocido y la casera lo describía como “un joven atento y educado, que no causaba problemas, y había pagado por adelantado cuatro meses de alquiler”.  Fotografía en mano, el inspector Pejenaute, decidió tirar del único hilo que se le ocurría, el bar Melos.
-       Si, reconozco al joven. Un habitual en el último mes. Todos los días se dejaba caer por aquí a la hora del vermut,  se sentaba en la barra y leía un libro. Siempre entraba y salía sólo, bueno… el  otro día se fue del bar con un grupo de cinco o seis chicas. – dijo la dueña.
-       ¿Sería capaz de describir a alguna de ellas? – preguntó el inspector levantando la vista de su cuadernillo de notas.
-       ¡Oh, sí! Una de ellas me recordó mucho a mi sobrina… - sonrió la mujer mientras, por un momento, miraba ensoñada al infinito, - ¡No me buscará usted problemas!- dijo volviendo a la realidad.
-       No se preocupe. - la tranquilizó el policía asiéndola por el hombro. -  Haremos un retrato de su sobrina.
El dibujo hablaba de una joven de entre 25- 30 años. Mandíbula ancha, nariz chata, rubia, ojos claros y complexión normal. Poner nombre a aquel rostro era como buscar una aguja en un pajar. Del resto del grupo que salió con Ricardo del bar, sólo había descripciones generales, nada claro. Apagó el flexo del escritorio, eran las tres de la madrugada y pensó, que mañana sería otro día. Cuando bajó al vestíbulo de la comisaría, una marabunta de números y detenidos entraba por la puerta. Se apartó de su camino apoyado en el mostrador de información y entonces, esposada vio a su retratada.
- ¿Qué hacen todos estos aquí? – Preguntó al mando que, como si fuesen una baraja de naipes, revolvía los DNI de los detenidos.
- Una casa ocupa. No vea lo que tenían montado ahí…
- Cuando acabéis con ellos, pasadme a esa - dijo señalando a la chica – estoy arriba.

- ¿A la rubita? –sonrió el policía.

- Estoy arriba – atajó Pejenaute.
Nuria García. Con varias salidas a Inglaterra y Tailandia en los últimos tres años. Había participado en combates de boxeo en Tailandia. Estudios de arte y como profesión, ocupa.
Suspirando, fue a la sala de interrogatorios. Cuando entró, el policía que custodiaba la puerta hizo un gesto con la cabeza. Nuria estaba sentada con las manos sobre la mesa. Parecía muy tranquila, eso no era bueno. Se presentó a la detenida y se sentó a su lado.
-       ¿Dónde estaba el 21 de abril? – fue directo al grano.
-       ¿Y yo qué sé? Con mis colegas por ahí – dijo la chica enroscando en su dedo un mechón de pelo.
-       ¿Con los “colegas” de la casa ocupa? – continuó Pejenaute.
-       No, con otras colegas.
-       ¿Qué colegas? – insistió.
-       Pero tío, a mí qué me cuentas. Con colegas.
-       Le cuento esto – y desplegó sobre la mesa las fotografías del ahogado en el estanque.
-       Yo a este pavo no lo he visto en mi vida. – dijo Nuria apoyándose en el respaldo de la silla.
-       Os vieron salir con él del bar Melos. Y una de sus amigas dice que fue usted la que le pegó el puñetazo que le mató. Está vendida.
-       ¿Yo? ¡Pero qué dices fue Rain!
La confesión de Nuria García, involucraba en la noche de autos a cinco personas más: Rain Van Eyck, Isabela Arroba, Mar Fernández, Alicia Torres y Noelia Sola. Seis compañeras de clase. Conocieron a Ricardo en el bar Melos y después de tomar varias cervezas en las calles aledañas, decidieron comprar alcohol y hacer una fiesta en el hotel donde se alojaban Alicia Torres y Noelia Sola. Habitación 606 del Hotel Pereda. Allí, y según corroboraban las otras cinco declaraciones, a la sombra del cartel luminoso de Schweppes comenzaron a revivir una película. Los siete, con botellas de absenta y cerveza en mano, recorrieron los principales escenarios de la película, para terminar en el parque. El fallecido retó a Nuria a un combate. Mientras los dos peleaban, Rain asestó, con un remo de las barcas, un certero golpe a Ricardo en el costado causándole la muerte. "Porque, -aseguró en su declaración Rain Van Eyck, - vi como cambiaba de forma". Posteriormente, arrojaron el cuerpo al estanque y movieron las barcas con el fin de ocultar el cuerpo.
-          Caso cerrado. - se dijo a si mismo Pejenaute.

Era de noche y fuera llovía a cántaros. Se detuvo un momento en la puerta de la comisaría y escuchó la música, que a todo volumen, salía de un coche que esperaba que el semáforo se pusiera en verde: http://www.youtube.com/watch?v=essAq0kEq10

NOTA: Los personajes y lugares de este cuento no existen, o sí...




© Natalia Villar, 2011

domingo, 27 de febrero de 2011

Porque las cosas cambian.

Abrió el cajón y colocó todos los cuchillos en la mesa de la cocina. Les pasó la mano por encima y disfrutó un momento viendo como refulgían al fuego. Se anudó al cuello la pañoleta, agarró con la mano izquierda el bies de su falda, lo alzó hasta que quedó a la altura de su cintura y fue trocando los cuchillos a ese improvisado trasportín. Doce, los doce más afilados. Caminó hacia el linde del pueblo y continuó por los andurriales que usaban los labradores. Notó que los chapines se le llenaban de barro y que cada vez pesaban más. Se detuvo en la encrucijada, no recordaba por dónde seguir.  Intentó hacer memoria y se vio a sí misma, doce años atrás, subiendo la loma. Continuó por  la derecha y pronto divisó una pequeña casa con el tejado medio derruido. Golpeó la puerta con los nudillos.
 La puerta se abrió, y un hombre se colocó en el quicio. Ella sintió tanta rabia al ver de nuevo esa cara, que le empezaron a rechinar los dientes. Asió un cuchillo y lo deslizó fuera de su falda apuntando al frente. Así lo sostuvo un momento, esperando unas palabras de súplica antes de hundir el filo en el pecho de aquel que miraba pero parecía no ver. Pensó en todo el daño que él le había hecho, en lo miserable y desgraciada que se sintió por su culpa, y le pareció que lo que iba a hacer, era el único consuelo posible. Doce puñaladas, una por cada año de calvario, de deshonra y cuchicheos que había tenido que soportar en el pueblo.
-         ¿Quién eres? – Pregunto el hombre, -palpando el aire con la mano derecha.
Se sintió flaquear y lo miró dubitativa. Estaba terriblemente viejo, cansado. Las arrugas surcaban su piel y la altanería que años atrás abanderaba, se había tornado en tristeza y oscuridad. Movió el cuchillo a izquierda y derecha delante de su cara sin provocar un sólo parpadeo.
-         ¿Quién eres? – Repitió y el miedo se dejó sentir en su voz.
Comenzó a reír a carcajadas mientras soltaba el bajo de su falda y dejaba caer estrepitosamente los doce cuchillos al suelo. Lo miró por última vez, riendo todavía.
-         María, se que eres tú. ¡¡Haz lo que has venido a hacer!!
No contestó, se dio la vuelta y deshizo el camino. Comenzaba a oscurecer y calló en la cuenta de que no había cerrado la puerta de casa.
http://www.youtube.com/watch?v=FbB3SwbQnZs

© Natalia Villar, 2011