jueves, 24 de noviembre de 2011

TÓMELE LA TEMPERATURA. II

Caí al vacío unos segundos, hasta que las alas de Mercurio se batieron con suficiente fuerza como para impulsarme hacia arriba. No me atrevía a abrir los ojos y pensé en volar hacia una isla con palmeras, sol y montañas. En ese mismo instante comencé a girar tan rápidamente como una veleta en medio de una tormenta. Giraba y giraba con tanta virulencia que no pude evitar gritar. Seguramente había muchas islas con palmeras, sol y montañas, aunque yo sólo hubiese visto los dibujos de la isla donde vivía Robinson Crusoe. Pensé en Mercurio y en que tal vez echase de menos sus mágicos chapines, los mismos que empezaban a marearme. Frené bruscamente, quedándome suspendida en el aire como un cernícalo. Se tensaron todos los músculos de mi cuerpo, seguía sin atreverme a abrir los ojos y entonces sentí que me ponía en movimiento con el viento en contra. Debí quedarme dormida, porque no recuerdo ninguna incidencia durante el vuelo, hasta que la lluvia me empapó la cara y abrí los ojos. Vi a la luna llena jugando al escondite entre las nubes y por un momento me dio envidia, tan redonda y bien acompañada allí en lo alto. Sentí frío y eché de menos el calor de la chimenea del salón grande, donde madre me contaba cuentos. Mis anhelos se vieron interrumpidos al contemplar el inmenso mar que sobrevolaba. Era mucho más grande de lo que jamás hubise imaginado, y me pregunté cuál sería su nombre. Debía ser muy tarde, porque todavía era de noche o yo volaba hacia el oeste. Pasaron horas hasta que oteé tierra firme y me sentí tan jubilosa como se debió sentir Cristóbal Colón cuando su vigía por fin vio la costa de San Salvador.
 Lo que yo veía era una gran isla sin palmeras ni montañas y tenía tanta luz, que  parecía que las estrellas se habían desplomado sobre ella. Tuve curiosidad por ver qué tipo de isla era aquella y quise descender.
Me posé suavemente en el suelo, y me aturdieron los carteles luminosos que lo inundaban todo. Me empujaron algunos de los muchos viandantes que plagaban las aceras de aquello que parecía ser una plaza y fui incapaz de despegar los ojos de un anuncio que se movía. Era una botella que volcaba su líquido marrón en un vaso con hielo. Casi puede tocar las burbujas y sentir en la nariz el gas que desprendía. En otro cartel se alternaban incomprensibles números rojos, verdes, letras y una línea que me recordó el filo de una sierra. Intenté llegar al centro de la plaza, pero una procesión de coches amarillos se había puesto en movimiento y tuve que esperar, rodeada de personas que no se tocaban, a que apagase una mano roja y se encendiese un hombrecito verde. Crucé empujada por la marea de gente y pisé las olas azules pintadas en el suelo. Tal vez las habían pintado allí para recordar que eso fue mar y que tarde o temprano los dueños legítimos reclaman lo que es suyo. No me había fijado antes, pero tras los carteles había edificios colosales. Enormes construcciones con forma de prisma y grandes ventanales de cristal. Sonreí porque si viviese aquí no habría tenido problemas para salir por la ventana de mi habitación. Caminé dejando atrás aquella plaza en la que el tiempo parecía estructurado a golpes de publicidad y entregándome a los aromas que desprendían los carros de comida que salpicaban en las aceras. 
Sin saber cómo, llegué hasta un edificio que se elevaba majestuoso al final de una calle. Creí reconocerlo. Puede ser que lo hubiese visto en algún libro de historia, de esos que hablan de imperios, pero desde luego, no lo había visto tan espectacular como ahora: coronado con luces azules, rojas y blancas. De un salto subí hasta su cima, sin que ningún techo pusiera coto a mi ascenso, hasta el piso 102. Lo que desde allí contemplé fue una retícula de calles que se cruzaban ordenadas, casi, casi como en un tablero de ajedrez. Pensé en lo desgraciada que sería la vida de un peón en ese tablero y lo magnífico que sería pronunciar “jaque mate”. 
Las ráfagas de viento revolvían mi pelo y azotaban mi camisón convirtiéndolo en una bandera blanca que pedía clemencia. Caminé por la cornisa del colosal edificio, mirando todo lo que se desplegaba ante mí. Me llamaron la atención dos puentes que aferraban la isla a tierra firme, y las luces que, cada vez más tenues, alcanzaban el horizonte. Elevé las manos sobre mi cabeza y me puse de puntillas, esperando que las alas iniciasen el movimiento, pero no ocurrió nada. Miré atónita mis talones y pataleé sin obtener ningún resultado. De repente me sentí agotada. Deseé sentir el calor de la lumbre y despegué, sin saber muy bien porqué, en la dirección que marcaba uno de los puentes. Sobrevolé una zona de casas de ladrillo marrón y anchas calles. Las ventanas de los edificios rebosaban luz y vida en su interior. Aminoré la marcha y descendí en altura, escudriñando a izquierda y derecha, buscando un hueco para colarme en una de esas casas y poder descansar un momento. En una de las ventanas, dos niñas que me saludaban con la mano. Les devolví el saludo. La más pequeña de las dos, tenía la cara redonda y sonrosada como una manzana de caramelo. Sus rizos oscuros se alborotaban por debajo de sus hombros y parecía tan simpática y risueña, me detuve frente a la ventana para contemplarla con más detenimiento. Tenía los ojos oscuros y le faltaban dos dientes. La otra niña, parecía tener mi edad. Sus facciones eran más alargadas y suaves, y descubrí unos enormes ojos marrones de expresión inteligente. Me coloqué en la escalera que zigzagueaba en la fachada de la casa, y sonreí a las dos desconocidas. Abrieron la ventana y me cogieron de las manos para que entrase en la habitación. El calor me arropó con dulzura y el aroma a pastel me hizo salivar. Las dos niñas comenzaron a pronunciar extrañas palabras que jamás había escuchado. Sentí que me desvanecía. Me señalaban con el dedo, se señalaban, y una y otra vez repetían frases que no tenían ningún sentido para mí. Me senté en una silla pintada de colores y me tapé la cara con las manos angustiada por ser incapaz de entenderlas.
-          Me llamo Catalina. – Dije al cabo de un momento. -¿Conocéis a Mercurio? – Me miraron con sorpresa. Ellas tampoco entendían lo que decía yo.
Hablaron entre ellas. Palabras extrañísimas brotaban de sus gargantas y yo seguía sin comprender nada de lo que decían. La mayor de las niñas se acercó al escritorio que había al otro lado de la habitación y escribió algo en un papel. Lo dobló con sumo cuidado y se acercó hasta mi, mirando de reojo a la otra niña. Colocó el papel sobre mi garganta y lo sostuvo allí, presionando con los dedos.
-          Me llamo Erika. Mi hermana se llama Mary. ¿Cuál es tu nombre?- dije en su extraña lengua.
Las tres reímos aliviadas. Mary pareció enloquecer: reía a carcajadas  aplaudiendo arrítmicamente, y sus rizos se movían como muelles a punto de salir disparados. Erika me tendió papel y lápiz, y escribí. Doble el papel y lo coloqué en su garganta.
-          Me llamo Catalina. ¿Conocéis a Mercurio? – dijo a la perfección.
Mary miró a su hermana con los ojos desorbitados, ¡qué divertida era esa niña! Puse el papel en su garganta y las palabras saltaron de su desdentada boca. Volvió a reír descontrolada, dijo algo a su hermana y salió de la habitación. Erika sí creía conocer a Mercurio. Me contó que vivía en el monte  poblado de árboles que se llamaba Olímpico y creía que no estaba muy lejos. Yo escribí para ella cómo descubrí los zapatos de Mercurio bajo mi cama y cómo había llegado hasta allí.
                Mary volvió a la habitación con un plato lleno de trozos de pastel. Eran bizcochos de cacao con pedacitos de almendra, pero no eran como los que hacía madre, eran… distintos. Comí aquellos deliciosos dulces que mis nuevas amigas llamaban "brownie", mientras ellas colocaban palabras en mi garganta. Me habría encantado quedarme con ellas, escribiendo y hablando durante horas, pero hacía rato que estaba nerviosa pensando en Olímpico. Antes de marcharme, Erika y Mary insistieron en que me llevase un abrigo y una bufanda para el viaje y en un lazo ataron todas las palabras que me habían enseñado y lo anudaron a mi cuello. Abrí la ventana y salí al rellano de la escalera de metal. Hacía mucho frío y me escondí todo lo que pude dentro de la bufanda. Me giré hacia ellas, agité la mano y pensé en Olímpico.


© Natalia Villar, 2011

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