martes, 22 de noviembre de 2011

TÓMELE LA TEMPERATURA.

-          Tómele la temperatura regularmente con el mercurio. Si la fiebre no remite para mañana, avíseme.
Entre oleadas de calor y tiritonas, sentí que la tibia mano de madre me colocaba en la axila un frío artilugio. El aparatejo en cuestión no era mucho más grande que los palos que utilizamos para marcar la rayuela en el camino de casa al colegio.  Con torpeza abrí los ojos. Madre y el doctor hablaban en la puerta de mi habitación y arropado por las sombras, sentado en una esquina de mi cama, vi a un chico no mucho mayor que yo. Me miró. Nunca antes le había visto, me acordaría de él, porque: qué perfecta era su cara… un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Parecía divertirle en sobremanera mi estado febril porque sonrió, con esas sonrisas que embellecen, más si cabe, los rostros bellos y hacen que el que mira se sienta estúpido por no poder dejar de mirar. Colocó los pies sobre mi colcha, - quítate los zapatos- balbuceé. Soltó una carcajada, y asintiendo desenlazó los cordones que rodeaban sus tobillos. Entonces me di cuenta de lo extraño de su atuendo: sus zapatos tenían alas, y llevaba un vestido de hilo blanco y tirantes, que habría parecido de lo más indecoroso al Padre Don Martín. Su piel era blanca, casi marmórea, y sus fibrosas y alargadas extremidades hablaban de alguien nervioso y ágil.
-          No estoy en condiciones de recibir visitas. Creo que tengo fiebre. Madre dice que eso es que voy a crecer- solté al desconocido, preguntándome qué le importaría a él lo que dijese mi madre.
-          Si… - contestó sin mirarme mientras jugueteaba con sus  rizos.
-          ¿Cómo te llamas?
-          Mercurio. –dijo mirándome mientras volvía a sonreír.
Y volví a sentir la mano de madre quitándome el termómetro.

La fiebre había remitido completamente a los dos días. Me dolía todo el cuerpo y a la más mínima oportunidad insistía en levantarme de la cama, recibiendo el mismo número de insistentes negativas. Estaba aburrida de tomar caldos de ajo y sopas de leche con almendra, suspirando por un trozo de pan con arrope.
Cuando la casa dormía, yo me desvelaba y jugaba con mis muñecas de cartón, haciéndolas saltar al mar que se extendía más allá de los límites de mi cama. Por más que intentaba enseñarles a nadar, las muñecas siempre se hundían y tenía que zambullirme tras ellas para rescatarlas de las profundidades, que como todo el mundo sabe están pobladas de animales gigantescos y galeones españoles repletos de doblones de oro. En una de mis inmersiones, descubrí bajo mi cama unos zapatos que no eran míos. Conteniendo la respiración subí a la superficie y los llevé a tierra firme, donde a la luz de la lámpara pude contemplarlos en todo su esplendor. Eran de cuero negro, tan magníficamente curtido que parecía seda. De sus contrafuertes nacían alas blancas que no pude evitar acariciar. Las alas se sacudieron suavemente, como si estuviesen dormidas y no quisieran que las despertase. Dentro de los chapines se arremolinaban los cordones que unos días antes había visto desatar. Eran de Mercurio. Sin dudarlo me calcé con ellos y comencé a andar de puntillas, imitando a las chicas mayores que llevan tacones, y antes de darme cuenta me había separado unos centímetros del suelo, pero me asusté tanto que me di de bruces contra un baúl que había debajo la ventana. Me incorporé y repetí la operación. Esta vez no tuve miedo y no di una, ni dos, sino tres vueltas a la habitación, cada vez más alto, hasta que acabé sentada sobre el armario. Reí con la risa floja del inconsciente que no tiene en cuenta las consecuencias. Desde allí arriba todo se veía más pequeño: mis muñecas tiradas en el suelo, mi cama revuelta, el baúl… Bajé del armario. Pensé en trotar por la habitación, pero recordé el golpe contra el baúl, así que tomé impulso y di un salto. Subí tan rápido y  tan alto que mi coronilla chocó con el techo, y caí estrepitosamente contra el suelo. Me quedé echada y miré a mí alrededor. Hasta ahora mi habitación me había parecido grande pero, hasta ahora, nunca había tenido esos zapatos. Me incorporé, todavía estaba aturdida por el golpe y me dolía la cabeza, pero con alas en los pies, no hay tiempo para dolores de cabeza. Despacio subí al baúl y abrí la ventana. La fría noche me dio la bienvenida, recordándome que era invierno. Intenté encaramarme a la ventana, pero sólo conseguí asomar medio cuerpo, el hueco era demasiado pequeño, o yo demasiado grande. Lo volví a intentar sacando primero la pierna derecha, después el tronco y por último la pierna izquierda, para quedarme sentada en el alfeizar. Allí estuve unos minutos, pensando a dónde ir. Recordé los mapas en blanco que una y otra vez la maestra nos hacía rellenar con nombres de montañas, ríos, mares… Apalaches, Eúfrates, Labrador… Cerré los ojos, respiré profundamente y salté.
Continuará...

© Natalia Villar, 2011

1 comentario:

  1. Me ha encantado, que poder descriptivo, te envidio! Para cuando la segunda parte?
    Un beso enorme!

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